Pocos temas dividen tanto
las opiniones como el relativo a la restauración o
"puesta en valor" de los automóviles históricos.
Por cierto, no pretendo aquí sino dar mi opinión
sobre el tema, en una materia difusa, de poco determinados
límites.
La cuestión, empero, se presenta como muy atractiva,
sobre todo cuando no se está hablando de un vehículo
en particular, sino intentando establecer una norma general
aplicable en lo sucesivo a los casos particulares que se presenten,
que de eso se trata.
Leyendo años atrás uno de los tantos libros
que se han escrito sobre las conocidas "Leyes de Murphy",
detuve mi atención en una que (citada hoy de memoria,
pero más o menos textualmente) decía así:
"Cuando no es necesario tomar una decisión, es
necesario no tomar una decisión".
Y no es ocioso que recuerde en este momento la referida "Ley".
Porque de mucho menear el tema de la restauración (o
no restauración) de vehículos históricos,
he llegado a una conclusión personal que -de alguna
manera- glosa la norma citada, a saber: Cuando hablamos de
"restaurar" un vehículo, es necesario comprender
que tantas son las acepciones válidas del término
"restaurar", que hasta el hecho de decidir dejarlo
tal como lo hemos encontrado podría encuadrar perfectamente
en la definición. Por eso, cuando nos toque encontrarnos
ante un automotor que evidencie sobre sus espaldas la pátina
de los años vividos, recordemos que no es necesario
tomar la decisión de "restaurarlo", entendida
como la de volverlo a su condición original. Y que
de actuar a la ligera, bien podemos -a mitad de camino- arrepentirnos
al percibir que en el proceso es mas lo que hemos dañado
irreversiblemente que lo que estamos remediando.
Algunos ejemplos:
Automóviles históricos "únicos"
(aquellos de los que se cuentan con los dedos de una mano
los ejemplares sobrevivientes).
Automóviles con historia deportiva (que pueden incluso
evidenciar los golpes, raspones y maltratos propios de su
paso por las pistas).
Automóviles que protagonizaron hechos históricos
(por caso, el que condujo a su destino final a los celebres
bandoleros "Bonnie & Clyde", cosido a balazos
de todo calibre: ¿quién -en sus cabales- podría
considerar como "restauración" a la reparación
total de la chapa, cristales y tapizados de un vehículo
de tales características?).
Y en el discurso me viene a la memoria (pero desconozco si
la anécdota es real) un automóvil perteneciente
al inolvidable Bernard Law Montgomery, héroe del triunfo
militar británico en el norte de Africa. Supuestamente
ese vehículo tendría, en el paño que
reviste interiormente su techo, una quemadura circular, provocada
al descuido nada menos que por el cigarro de Sir Winston Churchill.
De así ser, valdría tanto dicha cicatriz que
mal podría justificarse el cambio del paño en
cuestión a guisa de restauración.
Y para demostrar lo dificultoso de la materia, debemos reconocer
que todos los ejemplos anteriores, aplicados a las mismas
marcas y modelos de autos, pero despojados de sus antecedentes
históricos, o de sus características únicas,
bien podrían justificar (y hasta legitimar) un costoso
y completo cambio de cara.
Por lo tanto, si alguna vez ocurre que nos llaman porque bajo
un viejo cobertor han encontrado un automóvil en el
fondo de un galpón, concurramos a examinarlo con la
mente abierta:
Indaguemos no solo sobre su estado a primera vista, sino sobre
su historia.
Revisemos el cuero que tapiza los asientos, preguntándonos
sobre si parece ser el que lucía el vehículo
el día que vio la luz, y maravillémonos entonces
ante cada cuarteadura que toquen nuestros dedos.
Pasemos la mano por la capota -aunque esté ajada y
descolorida- percibiendo en su aspereza los miles de soles
y cientos de tormentas que sobre ella han quedado eternamente.
Y así también con los cristales empañados,
con las manijas desgastadas, con los acrílicos opacos
o rajados.
Podremos entonces, por fin, arribar lenta pero inequívocamente
a la más importante decisión relativa a su restauración:
La decisión de no restaurarlo en absoluto. La de conservarlo
por siempre tal y como lo tenemos ahora ante nuestros ojos.
Será ahí entonces -mas que en los miles de tardes
invertidas o malgastadas en retapizados, reparaciones de chapa,
cromado, pintura y tantas otras cosas afines- cuando podremos,
a conciencia, sentirnos -por fin y de una vez- "restauradores".
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