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SOBRE LA "RESTAURACIÓN" DE LOS AUTOS HISTÓRICOS
Guillermo Fernández Boan - Enero 2003

Pocos temas dividen tanto las opiniones como el relativo a la restauración o "puesta en valor" de los automóviles históricos.

Por cierto, no pretendo aquí sino dar mi opinión sobre el tema, en una materia difusa, de poco determinados límites.

La cuestión, empero, se presenta como muy atractiva, sobre todo cuando no se está hablando de un vehículo en particular, sino intentando establecer una norma general aplicable en lo sucesivo a los casos particulares que se presenten, que de eso se trata.

Leyendo años atrás uno de los tantos libros que se han escrito sobre las conocidas "Leyes de Murphy", detuve mi atención en una que (citada hoy de memoria, pero más o menos textualmente) decía así: "Cuando no es necesario tomar una decisión, es necesario no tomar una decisión".
Y no es ocioso que recuerde en este momento la referida "Ley". Porque de mucho menear el tema de la restauración (o no restauración) de vehículos históricos, he llegado a una conclusión personal que -de alguna manera- glosa la norma citada, a saber: Cuando hablamos de "restaurar" un vehículo, es necesario comprender que tantas son las acepciones válidas del término "restaurar", que hasta el hecho de decidir dejarlo tal como lo hemos encontrado podría encuadrar perfectamente en la definición. Por eso, cuando nos toque encontrarnos ante un automotor que evidencie sobre sus espaldas la pátina de los años vividos, recordemos que no es necesario tomar la decisión de "restaurarlo", entendida como la de volverlo a su condición original. Y que de actuar a la ligera, bien podemos -a mitad de camino- arrepentirnos al percibir que en el proceso es mas lo que hemos dañado irreversiblemente que lo que estamos remediando.

Algunos ejemplos:
Automóviles históricos "únicos" (aquellos de los que se cuentan con los dedos de una mano los ejemplares sobrevivientes).

Automóviles con historia deportiva (que pueden incluso evidenciar los golpes, raspones y maltratos propios de su paso por las pistas).

Automóviles que protagonizaron hechos históricos (por caso, el que condujo a su destino final a los celebres bandoleros "Bonnie & Clyde", cosido a balazos de todo calibre: ¿quién -en sus cabales- podría considerar como "restauración" a la reparación total de la chapa, cristales y tapizados de un vehículo de tales características?).

Y en el discurso me viene a la memoria (pero desconozco si la anécdota es real) un automóvil perteneciente al inolvidable Bernard Law Montgomery, héroe del triunfo militar británico en el norte de Africa. Supuestamente ese vehículo tendría, en el paño que reviste interiormente su techo, una quemadura circular, provocada al descuido nada menos que por el cigarro de Sir Winston Churchill.
De así ser, valdría tanto dicha cicatriz que mal podría justificarse el cambio del paño en cuestión a guisa de restauración.

Y para demostrar lo dificultoso de la materia, debemos reconocer que todos los ejemplos anteriores, aplicados a las mismas marcas y modelos de autos, pero despojados de sus antecedentes históricos, o de sus características únicas, bien podrían justificar (y hasta legitimar) un costoso y completo cambio de cara.

Por lo tanto, si alguna vez ocurre que nos llaman porque bajo un viejo cobertor han encontrado un automóvil en el fondo de un galpón, concurramos a examinarlo con la mente abierta:
Indaguemos no solo sobre su estado a primera vista, sino sobre su historia.
Revisemos el cuero que tapiza los asientos, preguntándonos sobre si parece ser el que lucía el vehículo el día que vio la luz, y maravillémonos entonces ante cada cuarteadura que toquen nuestros dedos.

Pasemos la mano por la capota -aunque esté ajada y descolorida- percibiendo en su aspereza los miles de soles y cientos de tormentas que sobre ella han quedado eternamente.
Y así también con los cristales empañados, con las manijas desgastadas, con los acrílicos opacos o rajados.

Podremos entonces, por fin, arribar lenta pero inequívocamente a la más importante decisión relativa a su restauración: La decisión de no restaurarlo en absoluto. La de conservarlo por siempre tal y como lo tenemos ahora ante nuestros ojos.
Será ahí entonces -mas que en los miles de tardes invertidas o malgastadas en retapizados, reparaciones de chapa, cromado, pintura y tantas otras cosas afines- cuando podremos, a conciencia, sentirnos -por fin y de una vez- "restauradores".

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